El transporte en mis memorias habaneras (IV)
Por Víctor Angel Fernández
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El otro tema era el de las cercanías de las paradas, casi cada cien metros, sobre todo dentro de los repartos. Entre 74 y 25, paradero de la ruta 9 y la intersección con la calle 44, esta tenía paradas en 74 (a la salida del paradero), 72, 70, 68, 66, 62-A, 60, 58, 54, 50, 46 y 44. Mientras, la 28 y la 64, por la calle 19, más o menos hacían lo mismo. A inicios de los sesenta, esto se limitó y se quedó algo así como una sí y una no de las que existían. Luego existieron los expresos que casi en la mitad del tiempo realizaban el mismo recorrido, “saltándose” (oficialmente) algunas paradas.
La costumbre de las paradas cercanas estaba tan arraigada, que los adultos del barrio, si venían en una 64 que transitaba por 19 o en una 30, que lo hacía por la calle 13, hacían transferencia para la ruta 9, fuera en la Verbena (30 y 41) o en la parada del Ekloh (41 y 42), con tal de no caminar las tres o cuatro cuadras de diferencia. Los tiempos pasaron y cambiaron las costumbres y, ya siendo trabajador en el edificio Bacardí, si lograba montarme en una 132, me bajaba en la avenida tercera, frente al Tritón y subía por 70, las diez o doce cuadras que me separaban de la calle 25 donde vivía.
Un aspecto que cambió bastante fueron las marcas de los vehículos. Cuando era niño en estas largas visitas promovidas (u ordenadas) por mi madre, existían los autobuses, que tomaron la numeración desde los tranvías. Ellos, viejos Leyland pintados de blanco con una franja azul en la mitad vertical que les granjeó el mote de enfermeras y las General Motor, que recibían el nombre propiamente dicho de guaguas.
Siguieron las Skodas checas, “los pepinos”, debido a su forma larga y ovalada en los extremos, con un cartel de Karoozas, que el pueblo tradujo a “caruzas”, también en alusión a la forma. Las Ikarus húngaras con un temblor al detenerse que hizo reventar algunos cristales de ventanillas y con la característica de llevar separado al chofer del resto del pasaje, como en una especie de trono. Por último, las que me atrevo a considerar la mejor marca que apareció por Cuba: las Olympic Leyland, de 1964 y 1965, cuya diferencia más a la vista estaba en la palanca única para las dos puertas (modelo 1964) y doble en las del modelo de 1965. No es posible olvidar unas Leyland que entraron antes, con algo de menor capacidad y que yo recuerdo en el paradero de Lawton con la 74, al igual que las guaguas de Guanabo, las únicas con suspensión de aire.
Seguiré con las guaguas, pero por ahora grito “la próxima”, sueno la campanilla y me bajo (o me apeo) para refrescar el viaje.
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