El transporte en mis memorias habaneras (II)
Por Víctor Angel Fernández
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El pasaje, ya lo decía en la entrega anterior, costaba 8 centavos y, para cambiar de ruta en una intersección, se pedía transferencia, que valía dos centavos extras. Esa transferencia sólo era válida desde el último encuentro de la ruta original con la que se deseaba abordar. Si existía otro cruce diferente, el conductor, con una memoria prodigiosa, venía a cobrarte el nuevo pasaje.
Por ejemplo la ruta 9 y la 27, se cruzaban por primera vez en 23 y 26. Luego repetían el cruce en 23 y J y por último, lo hacían en Infanta y San Rafael, la Esquina de la Alegría, como decía una carpa de teatro de José Sanabria, habitual ocupante de un espacio vacío en esa intercepción.
La transferencia, de la 9 a la 27, servía, por separado, para el recorrido de la segunda por Línea, luego en la subida al hospital Calixto García y por último para llegar a La Habana Vieja. Cada pasajero sabía dónde hacer el cambio.
Para los niños, el interior de las guaguas, era de mucho interés, tenía sus características. Un reloj manual de conteo, era activado por el conductor, desde cualquier extremo de la guagua, con cada pasaje vendido. Una frase para cambiar de ruta era: dame dos con transferencia, o sea, dos pasajes de ocho centavos y dos transferencias de dos centavos. Total, una peseta. Muy pocos decían veinte centavos.
Se le avisaba al conductor dónde uno deseaba bajarse, diciendo (o gritando): “La próximaaaa”. Una campanita, activada por un largo cordón, tenía su código entre conductor y chofer. Un sonido, para abrir la puerta de atrás y dos para abrir ambas. Un nuevo sonido significaba cerrar la puerta delantera y el siguiente cerrar la trasera y continuar el viaje.
El primero de agosto de 1967, desaparecieron los conductores. Se instauraron las alcancías. El pasaje cambió para cinco centavos y desaparecieron la transferencia, el reloj y el sonidito de la campana avisadora. El 15 de mayo de 1970, se prohibió la continuidad del viaje luego de llegar a la cabecera, donde la guagua debía vaciarse y recomenzar el recorrido para la vuelta al paradero.
El transporte de La Habana cambió, pero no crean que mi madre cambió sus hábitos. Incluso, cuando ya nosotros crecimos, lo realizaba sola, sin preocuparle días, horas o estados climatológicos, que, al decir de ella, unas goticas de agua no matan a nadie, mucho menos, llegando a la casa, donde enseguida te podías cambiar de ropa.
Así aprendí a montarme en muchas rutas de ómnibus de La Habana. Prometo volver con más de mis viajes descubridores de mundos… o descubridores de una Habana, todavía hoy, MUY GRANDE, aunque realmente quepa en Guanabacoa.
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